Con las nubes vestidas de luto, tras los agrietados cristales de la agencia y bajo el polvo que se posa sobre las ideas suntuosamente adulteradas, su vida transcurrió un año y cuatro meses muriendo a cada instante.
En un recóndito lugar de esa necrópolis, entre los escombros y los sudarios de los briefings ajenos, el viajero se abre paso. Ante sus ojos, la tierra del talento colonizada por los juegos de bastardías de la mediocridad. Su nombre, Oscar. Sus apellidos, Arenas Larios. No lo avala linaje alguno. Ninguna dinastía haría el más mínimo gesto por reconocerle. Su historia es la misma que la de miles de jóvenes inmolados a la precariedad. Su rostro no es más que el de otros muchos y sin embargo su posado respira la majestad de unos pocos.
Su semblante es el de los que, por no tener nada que perder ante algún revoltijo de patanes impúdicos, agotarán su último aliento enzarzados en la batalla de las palabras. El desprecio y la envidia rasgarán sus máximas, pero él no se permitirá ningún titubeo en sus cantos, pues siempre serán el mismo: el suyo, recitado y callado, escrito y reescrito, durante toda una vuelta al dios Ra.
Trae consigo los laureles podridos y los pergaminos de la aciaga ciencia que un día le hundirá en la depresión pero que hoy contiene su futuro. Un futuro con el que el que pretende iluminar las oscuras grutas corporativas dónde se amañan los embustes del becariado. Tras el abandono de los dioses solo la motivación y las ganas de experimentar quedaran como plañideras de su muerte en vida. Y llegará un día en que el Sol pondrá fin al imperio de la noche y la identidad de Oscar diluida en otras 365 habrá tornado el silencio del ya te llamaremos en un torrente de locuaces ideas. Tal vez la locura del poeta la calmen las palabras del soñador.
Su mirada preguntará. Sus dedos escribirán. Solo faltará que tu voz responda.
*Hoy se cumplen 10 años de la muerte de Terenci Moix y de su característica prosa preciosita llena de lirismo.