Pastiche, Sin categoría

62- Noir

Ese desenfoque gaussiano en mi mirada que no provenía del Photoshop. Yo más bien lo achacaría al ambiente cargado del local y al whisky. Casi no podía ver las letras de mi carta. La sexagésimo segunda que escribía, pero la primera que llegaría a su destino. La banda iba demasiado borracha como para acertar ninguna nota y a los presentes nos importaba demasiado poco como para reparar en ello. Allí, al lado de la pared y bajo una trompeta decorativa que empezaba a perder los dorados para cederlos a al gris irisado, había mi destinatario. Una búsqueda en un directorio publicitario, su e-mail extraído del keynote de una conferencia y de ahí sus cuentas en redes sociales… Es fácil dar con alguien hoy en día. No necesitas la policía y puedes hacerlo con dos whiskys en el cuerpo.Entonces, él aún no sabía que me llamo Oscar Arenas Larios ni tampoco que me hasta hacía poco me dedicaba a escribir anuncios. Evidentemente, también ignoraba que le perseguía porque ya no escribía anuncios. Perdí mi trabajo en extrañas circunstancias y me convertí en un proscrito, en alguien que coleccionaba variaciones de no, gracias. Ni me miraban a los ojos. Pero con aquel tipo era distinto. Podría estar un año entero escribiendo mis cartas, pero eso era lo que a ellos les convenía, que no les molestara. Por algo me apartaron de mi puesto.

Aunque aparentemente un licenciado en publicidad no fuera lo más indicado para ponerse a investigar, en mi máster había aprendido un par de truquillos de heurística y con un año y cuatro meses de intrigas de agencia, terminé convirtiéndome en un Sherlock Holmes al que no le llega para la morfina.

El tipo de debajo la trompeta se levantó para ir al baño. Esperé a que desapareciera y le seguí. El baño de hombres era un lugar sobrio, con una grifería en plena cuenta atrás para iniciar una inundación. Al frente había un lavabo sin espejo, un toallero a la izquierda y dos urinarios a la derecha. Había una puerta cerrada a continuación del toallero. Con él dentro, deduje. Desatornillé el toallero con mi navaja suiza y bloqueé la manilla de la puerta. Se había llevado su smartphone al baño, así que le pasé por debajo de la puerta dos papelitos con dos códigos QR. Uno dirigía a mi book, para que tuviera todo el tiempo del mundo para ver mi trabajo. Otro le permitía ponerme a prueba con una propuesta de vuelta de tuerca para mis cartas que recibiría en mi cuenta de e-mail. La manilla tembló, había descubierto la trampa. Mi móvil vibró con un correo electrónico desde su dirección:

¿Qué pretendes? Déjame salir hijo de puta.

Le hice caso y saqué el toallero. Él abrió la puerta lo justo para recibir un golpe en el estómago con la barra que instantes antes aseguraba la retenía. Entré en el baño con él, le agarré de las solapas y lo estampé contra los azulejos ennegrecidos del interior. Le pegué una paliza que lo dejó haciendo gárgaras con sus dientes y mis ideas.

Un minuto antes no sabía quien era yo. Ahora no olvidará mi nombre en su vida. Toma brand engagement.

Standard