Aunque aparentemente un licenciado en publicidad no fuera lo más indicado para ponerse a investigar, en mi máster había aprendido un par de truquillos de heurística y con un año y cuatro meses de intrigas de agencia, terminé convirtiéndome en un Sherlock Holmes al que no le llega para la morfina.
El tipo de debajo la trompeta se levantó para ir al baño. Esperé a que desapareciera y le seguí. El baño de hombres era un lugar sobrio, con una grifería en plena cuenta atrás para iniciar una inundación. Al frente había un lavabo sin espejo, un toallero a la izquierda y dos urinarios a la derecha. Había una puerta cerrada a continuación del toallero. Con él dentro, deduje. Desatornillé el toallero con mi navaja suiza y bloqueé la manilla de la puerta. Se había llevado su smartphone al baño, así que le pasé por debajo de la puerta dos papelitos con dos códigos QR. Uno dirigía a mi book, para que tuviera todo el tiempo del mundo para ver mi trabajo. Otro le permitía ponerme a prueba con una propuesta de vuelta de tuerca para mis cartas que recibiría en mi cuenta de e-mail. La manilla tembló, había descubierto la trampa. Mi móvil vibró con un correo electrónico desde su dirección:
¿Qué pretendes? Déjame salir hijo de puta.
Le hice caso y saqué el toallero. Él abrió la puerta lo justo para recibir un golpe en el estómago con la barra que instantes antes aseguraba la retenía. Entré en el baño con él, le agarré de las solapas y lo estampé contra los azulejos ennegrecidos del interior. Le pegué una paliza que lo dejó haciendo gárgaras con sus dientes y mis ideas.
Un minuto antes no sabía quien era yo. Ahora no olvidará mi nombre en su vida. Toma brand engagement.