Ciento once mensajes distintos en una botella. Auxilios que quizá lleguen a las islas del Ya-te-llamaremos, a Entrevistas que se revelan Espejismos o al Maelstorming que los sumergirá para no devolverlos jamás. Me he bebido los efluvios de ciento once esperanzas para tener botellas para mis mensajes. Así, con mi fe de conveniencia en el bastardo de Hermes y Baco, me pregunto para qué tener un nombre, qué más da Oscar que Santiago, qué más da salir en las cartas de navegación si en este mar salpicado de marineros defenestrados soy uno más. Aunque solo en mí laten ciento once esperanzas y muchas más latirán mientras siga viendo naves en el horizonte.
En mi soledad, en las espectrales nieblas, sueño que el náufrago más triste es el que un día fue navegante, porque a él las manos le queman sin cuerdas, todo él es dolor si no faena y hasta en las alturas del mismo Olimpo se marea.
Aún soportando hercúleamente los embates de las olas, ningún marino está a salvo de los designios de Poseidón. Al mar no le importan los sextantes, las licencias y las maestrías. Al mar solo le importan los vientos de Eolo, esos que acercarán un velero libre, quizá un catamarán dónde quepa un náufrago más o quizá una goleta con un vigía que sí quiera verme. Quizá Eolo me traiga barcos cuyos catalejos me solo me observarán en la lontananza, sin querer saber en qué barcos he servido, qué rutas conozco ni en qué puertos he atracado. ¿Otra tripulación sin sitio para los grumetes? ¡Id contra los escollos, que yo en mi islote ya soy el capitán de mis ciento once botellas!
Un barco en la lejanía. ¡Ayuda! ¿Llevarán esperanza en sus bodegas?
Una propuesta de Santiago Montes