El día que lo iban a contratar, el redactor Oscar Arenas Larios no miró al frente, a ese pelotón de americanas y tejanos sentado en una sala llena de las florituras del diseño. El día que lo iban a contratar, Oscar Arenas Larios miró hacia atrás. Hacia las 287 cartas que nunca llegaron a su destino y a las 78 que no escribió jamás.
El febril e insidioso interrogatorio al que fue sometido no quebrantó su terca obstinación. No confesó sus pasantías y negó sus licenciaturas y maestrías. Porque aquella no era su vida. Él no era aquel mancebo imberbe que un día soñó con ser vocero de esperanzas y cachivaches. Quienes conocían su pasado sabían que lograría lo que se propusiera aunque nadie entendiera de qué se trataba. Así que no hubo duelos ni se organizaron partidas de búsqueda cuando, simplemente lo perdieron de vista en un aguacero de verano. Jamás regresó a su pueblo.
Luego sobrevinieron los tiempos de la guerra y sus miserias, y nadie sabe muy bien cómo, pero los ímpetus de Oscar produjeron decenas de cartas idénticas y con sutiles variaciones, a razón de una por día. Lo que parecía un entrenamiento absurdo, propio de las historias sincopadas de las moviolas del kinetoscopio, fue en realidad lo que llevó a que aquellos poderosos asociados con despacho en la ciudad se fijaran en él.
Antes de cumplirse un año de su desaparición, con los chiquillos aún andando descalzos por el lodo y los vientres hinchados, Oscar llegó a la ciudad con una barba crecida y poblada. Y entonces sí, capituló con los liberales y se dispuso a firmar un contrato para comerciar con su talento.
—¿Están plenamente convencidos? ¿No quieren ponerme a prueba? ¿No desean estar seguros de mi capacidad de escribir lo que ustedes quieran? —preguntó al pelotón de americanas y tejanos.
—No.
Dudó. Y sobre aquel instante de duda floreció otro.
—¿Y, podemos hablar de mis responsabilidades? ¿Qué tipo de campañas haré?
—Mierda.
*En homenaje a Gabriel García Márquez, fallecido ayer.